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| 06/08/2017

Las ambiciones de un hombre bala

Se cumplen 60 años del primer vuelo transcontinental a velocidad supersónica, un hito que prefiguraría la carrera espacial y política de su empeñoso protagonista, John Glenn.

Por Redacción

Por Luciano Lahiteau, especial para Junín Digital

Durante una práctica de reabastecimiento aéreo, el comandante de Marina John Glenn vio que el motor derecho del avión cisterna que le suministraba combustible empezó a humear. Era un agorero humo negro que apareció mientras volaba sobre Texas en uno de los ensayos previos a desafiar el récord de velocidad en un viaje transcontinental. Iría de California, al extremo oeste de Norteamérica, hasta Nueva York, en el extremo este, a mayor velocidad que una bala calibre .45.

A los pocos segundos apareció más humo, pero esta vez provenía del motor izquierdo del avión de abastecimiento que le estaba bombeando combustible a unos cuatro mil metros de altitud. John Glenn vio todo esto desde la cabina de su Vought F8U Crusader. Glenn, que ya había participado en muchos otros vuelos de prueba y había combatido en la Guerra de Corea, no perdió la calma e hizo lo que debía hacer: desacoplarse del avión cisterna y esperar que el humo fuera solo un aviso. Pero el cisterna empezó a perder altura, así que Glenn tuvo que pedir un rescate. Desde su cabina vio cómo la tripulación del avión desplegó tres toboganes de goma para poder deslizarse y abandonar la aeronave antes de que se estrellase en un descampado. “Estaba lleno de combustible y explotó como una bomba atómica”, resumió Glenn un tiempo después. El estruendo se escuchó a muchos kilómetros a la redonda. Incluso estallaron las ventanas del pequeño pueblo de New Concord, Ohio, donde Glenn se había criado y todavía vivía su madre. Esa mañana, la señora Glenn le había dicho a una vecina que su hijo estaría volando sobre ellas a determinada hora del día, y cuando el 'boom' estremeció los edificios, la vecina avisada entró a su casa gritándole: “¡Johnny dejó caer una bomba!”.

La alarma de la vecina no era descabellada. En 1957, cuando estos hechos sucedieron, la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética estaba en un punto álgido. A inicios de ese año, la asunción como presidente de Dwight D. Eisenhower no haría más que intensificar la carrera armamentista norteamericana, que entre abril y junio detonó media docena de bombas de hidrógeno. Otras tantas serían lanzadas en la zona de pruebas de Nevada antes de terminar el año. El lanzamiento del primer satélite construido por el hombre, el Sputnik 1 puesto en órbita por la Unión Soviética en octubre, llevaría el entuerto a escala espacial.  

Pero John Glenn tenía otros quehaceres y ambiciones. Como cuenta Tom Wolfe en su novela Lo que hay que tener (1979), Glenn no había hecho carrera “manteniéndose inmóvil a la manera de un santo y esperando a que los demás advirtieran su halo”. En Corea, por ejemplo, había estado realizando misiones de castigo y bombardeos en apoyo de las tropas de tierra, pero se dio cuenta de que era más honroso estar en las escuadrillas de caza de las Fuerzas Aéreas para combates aire-aire. Así que pidió que lo asiganaran y lo logró; incluso derribó tres Mig enemigos en los tramos finales de la guerra. Y cuando los disparos y bombas terminaron, se dio cuenta que la nueva batalla estaba en las pruebas de vuelo y le pidió a sus superiores que lo enviaran a la Escuela de Pilotos de Prueba que la Marina tenía en Patuxent River, de donde saldrían varios de los primeros astronautas. Uno de ellos será, precisamente, John Glenn.

Pero en 1957 Glenn llevaba solo tres años de pruebas de vuelo cuando se propuso protagonizar una hazaña. Se le ocurrió a él y a nadie más. La hazaña, justo a treinta años del famoso vuelo trasnatlántico de Charles Lindbergh, consistía en volar a velocidad supersónica entre Los Ángeles y Nueva York, conectando las dos costas de Norteamérica a mayor velocidad que nunca. Con su determinación prebiteriana y su ánimo campechano, Glenn convenció a todos de que el vuelo -que no significaba ninguna proeza técnica a fines de los '50- sería un golpe mediático importante. El proyecto fue bautizado como Project Bullet porque la aeronave volaría más rápido que un disparo de calibre .45.       

Así que en la mañana del 16 de julio de 1957 y luego de varias pruebas de abastecimiento que resultaron mejores que la del incidente de Texas, el comandante John Glenn se ajustó los cinturones a bordo de un Vought F8U Crusader y despegó de las pista de Los Alamitos, en la costa sur de California. Eran las 6:04 de la mañana. Tres horas, veintitrés minutos y ocho segundos y medio después, el Crusader N°144608 del comandante Glenn aterrizó en el Floyd Bennet Field de Brooklyn, en Nueva York. Había recorrido 3.798 kilómetros a una velocidad promedio de 1.167,18 kilómetros por hora, lo que convirtió a Glenn en el primer hombre en completar un viaje supersónico transcontinental.

Una vez comunicada la noticia, John Glenn se convirtió en el piloto más famoso de Estados Unidos y fue felicitado por el gobierno y los altos mandos militares. Pero entre los pilotos apenas acercentó su reputación. Para la cofradía de quienes desafiaban permanentemente los avances tecnológicos en aviación e ingeniería, la hazaña de Glenn no era más que un golpe de efecto que carecía de verdadera temeridad. Aún así, Glenn sabía cómo sacar provecho político de estas situaciones. Al fina y al cabo, él había diseñado todo el asunto. Dos años después del vuelo, Glenn sería elegido como uno de los pilotos que estaría en el selecto grupo de siete astronautas que integrarían el Proyecto Mercury, que buscaba ser pionero en vuelos orbitales.

Para esa empresa Glenn sacaría provecho de sus virtudes políticas para posicionarse como el candidato preferido por el público, a pesar de ser el de mayor edad del grupo. Y fue elegido, de hecho, para viajar en una cápsula metálica a decenas de kilómetros y orbitar la tierra durante algunos minutos en 1962, un año después de que lo lograra Yuri Gagarin, el cosmonauta soviético que lo había hecho en abril de 1961 a bordo de la nave Vostok 1, y Al Shepard, que lo consiguió antes de terminar 1961. Al finalizar la primera órbita de su viaje, Glenn vio que “pedazos flameantes” volando junto a su ventana y pensó que parte de la aislación estaba rompiéndose. “Ese fue un mal momento- escribió al regreso-. Pero sabía que si eso realmente estaba sucediendo, se terminaría pronto, y no había nada que yo pudiera hacer”.

Luego de aquel vuelo espacial, Glenn dejó la aviación y pasó a cumplir roles proselitistas, según recomendó el presidente John F. Kennedy, que había asumido en 1963. Kennedy aprovechó la fama y el clamor popular por Glenn y lo sumó a su gobierno para publicitar el programa espacial y enlatecer el ánimo del país. Pero en 1964 renunció a la NASA e inició una carrera política propia que lo llevaría a convertirse en senador demócrata luego de varios intentos. 

En 1998 volvió al espacio. Lo hizo a pesar de las críticas periodísticas que se ensañaron con el uso político de una leyenda en su ancianidad. Glenn, en cambio, se tomó las cosas con la calma de siempre y dijo que volvería a órbita para “mostrar al mundo que las vidas de las personas mayores no son dicatadas necesariamente por el calendario”. Y despegó. 

 

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