La llegada del calor al barrio Las Morochas ponía en funcionamiento el ritual de siempre: mi abuela sentada en el banco de cemento de la vereda esperando a que la Marta se acerque, y así hacerse compañía y hablar de las cosas lindas -y no tan lindas- de la vida.
Más allá, Natalio, con su silla de plástico, incorporándose al ritual acompañado de Rubén.
A la hora de los partidos, Natalio empezaba a caminar por la cuadra. Los nervios y algo más lo habían alejado del Fortín. Radio apoyada en su ventana -Albamonte y Laurita de fondo- iba y venía con el LeMans largo en la mano.
Con la chicharra final, veía pasar a todos los que volvían por Almirante Brown, y allí nuestro encuentro obligatorio: abrazo cuando se ganaba, cabeza gacha cuando se perdía. Era la época del TNA, del Josi Gil que tanto nos deslumbraba, los equipos del Pantera y Capelli. Antes del saludo, también había un lugar para charlar cómo habían salido "los otros", "los monos", "los de la Avenida": nunca supe bien porqué pero jamas los nombraba por su nombre.
Hasta hace algunos años, cada verano ese tramo de calle Alsina ofrecía el mismo paisaje, algo que se fue alterando lentamente con el paso del tiempo, la salud y los cambios.
El pasado viernes Natalio se fue dejándome un puñado de cosas invarorables: historias de la vieja canchita de tierra de Paraguay, recordados partidos, nunca nombrarlos, y por supuesto, la pasión por el Turco.
Hoy volvemos al Fortín, tu segunda casa. Desde donde estés, se que lo seguirás alentando.
