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| 17/05/2020

Literatura futbolera: "La estirpe de futbolista"

Otra pieza del exfutbolista y entrenador Juan Boianelli. Ahora reflexionando sobre el futbolista y recordando una imperdible anécdota con Carlos Bianchi.

Por Redacción

Por Juan Boianelli

No creo razonable hacer una comparación acerca de si el fútbol de hace décadas atrás era  mejor que el actual o viceversa. Cualquier actividad del hombre, de todo tipo, podría ser  llevada a ese juego maniqueo de análisis y opinión. Y se encontrará que, de hacerlo, se vislumbrarán aristas positivas y otras negativas en cualquiera de las épocas que se comparen;  y no se llegará jamás a una respuesta satisfactoria.  Y ello, entiendo, se debe a que no se toman debidamente en cuenta las circunstancias de todo tipo (sociales, económicas, políticas, materiales, etc.) en la cual se insertó el fútbol en cada uno de los tiempos. Lo que, a mi modesto entender, tornan inútiles y sin provecho, todas esas clases de comparaciones. O sea que tal tarea valorativa aparecería como un anacronismo. 

Lo que no puede negarse es que ha habido una evolución en todos los componentes que hacen estrictamente al espectáculo del fútbol –digo espectáculo y no juego-, desde la preparación física de los futbolistas –por citar uno- hasta los campos de juego –por declamar otro-. Tales elementos y sus detalles serían imposibles de enumerar y analizar en este atrevimiento mío que ofrezco a quien me lee. Pero hay –entre tantas otras- algunas actitudes de los futbolistas que, sinceramente, llaman mi atención, porque se contraponen a la estirpe del futbolista con el que me tocó convivir. El jugador de “mis años mozos” jugaba al fútbol porque le gustaba. Y sentía el goce, el placer de hacerlo bien, de la mejor manera. Una jugada bien realizada, la respuesta justa a la situación del juego, lo colmaba de alegría; sobre todo porque te acercaba a la posibilidad de obtener el resultado a su favor. Sería difícil volcar en palabras ese sentimiento, ese respeto por la esencia del juego –aquí  no uso espectáculo- más maravilloso que es el fútbol. Aunque también existen intereses propios de esta época, que explicarían –y justificarían- la aceptación de ciertas costumbres por los actuales jugadores. Una de tales  conductas, en la que se involucran los entrenadores, se da cuando en un partido, faltando pocos minutos para su finalización, con un resultado adverso imposible de revertir, el director técnico llama a uno de los suplentes y, rodeando su hombro con un brazo y usando la otra mano como puntero indicador, le dice que va a ingresar a jugar y le da instrucciones sobre lo que debe hacer. (O su variante: el ayudante del técnico, que incluso lo hace con una tabla en su mano, donde indica y grafica los movimientos que el jugador entrante deberá realizar).

Un jugador de épocas ya lejanas, posiblemente en voz baja, le hubiera respondido: “Entrá vos. No me tuviste en cuenta antes y ahora querés que entre”. Los actuales jugadores hasta asienten con sus cabezas las indicaciones que les dan. También es cierto que en épocas pasadas no era común que un director técnico tomara decisiones como la comentada. Como esa existen plurales conductas de los protagonistas, que en cierto modo me sorprenden, pero a las que no juzgo; sólo las señalo en tanto conmueven ciertas ideas que eran propias de aquel  tiempo. Y que algunos jugadores las exponían sobremanera, resaltando su manera de sentir y vivir el fútbol.

La que sigue es una historia personal que describe alguna de las características de la estirpe futbolística que añoro. Calidades personales que hacen a esa estirpe. Que distingue a quien las posee. El respeto y el reconocimiento que todo jugador tenía por el rival que circunstancialmente le tocaba enfrentar. Respeto y hasta admiración por lo que hacía el rival dentro de la cancha, que a veces se extendía fuera de la misma, sin necesidad de micrófonos, cámaras, ni medios que lo hagan público. Dentro de la cancha era posible que un jugador le hiciera saber al rival su reconocimiento por una buena jugada, una acción destacada. Sin que fuera estentóreo, el reconocimiento se hacía. Levantar el pulgar como aprobación; un guiño; una palmada. No era cosa permanente, pero se solía ver.

El que sigue merece de mi parte una gran consideración. Siento un cierto prurito en lo que contaré, en la medida que pareciera que estoy llevando mis cualidades futbolísticas a un nivel que no merecieron; a la vez que entiendo muy necesario resaltar que no estoy apuntando a hablar de mí, sino de ciertas cualidades que lucían otros, los verdaderamente grandes. A quien quiero dirigir mi apología no es a mí, sino a un grande del fútbol.                                                 

Me refiero a Carlos Bianchi, quizá en estas épocas más célebre por su trabajo como director técnico; pero en su transitar como jugador, reconocido como un gran centrodelantero, enorme goleador, que descolló en su Vélez Sarsfield de los 60/70 y luego deslumbró en el fútbol europeo –Francia-, donde llegó a obtener el Botín de Oro. De él se trata en esta historia. Para el momento en que sucedió, su figura infundaba respeto y admiración. Y, sobre todo, en una época donde era difícil para quienes vivíamos en el interior ver un partido de fútbol de Primera. No existía la televisión de nuestros días. Nos nutríamos de los relatos radiales, o de los que nos contaban los escribas de El Gráfico o de la Revista Goles. De vez en cuando, alguien tenía la suerte de viajar a Buenos Aires e ir a la cancha; y experimentar lo que hacían aquellos grandes. Pero, aun así, la capacidad de Carlos Bianchi, de una manera u otra, era conocida y admirada por el ambiente futbolero.

Comenzó esta historia el 17 de agosto del año 1972; feriado en el que se conmemoraba un año más del fallecimiento del General José de San Martín. Era bastante común que los días feriados, si las fechas y los compromisos deportivos lo permitían, equipos de Primera División bajaran a Junín a disputar partidos amistosos. Y así aconteció ese día. Se presentó Vélez Sarsfield, que resultaba de atracción atento a sus recientes logros, campeón del fútbol argentino, y a algunas figuras que lo integraban. El mencionado Bianchi, el Fantasma Benito, el Piojo Ríos, Olivero, Ermindo Onega –por favor, qué jugador!, aunque ya en el ocaso de su carrera-, Pichino Carone. Por nombrar algunos que recuerdo, otros se me escapan; creo que por cuestiones de edad.

El partido terminó 2 a 2. Pero ello no importa. Lo bueno de recordar es cómo el partido, de a poco, fue perdiendo su carácter amistoso y en cierto modo se fue poniendo “calentito”. En ello tuvo mucho que ver la forma de jugarlo. En estos casos, el equipo de categoría inferior –en esta historia nosotros, obviamente- pretende hacerle saber al grande que también tiene sus cualidades.  Además, competir contra alguien que te supera en la escala deportiva  te lleva a esmerarte en grado sumo, redoblando el esfuerzo, queriendo demostrar, ese día, que vos también podés superarlo. Y es de esperar que el equipo grande lo tome como un partido sin mayores compromisos, un tanto sobrándolo, no exponiendo todo aquello de lo que es capaz. Pero una vez que el partido se desarrolla, el inferior no se deja llevar por delante, impone ciertas cualidades que también tiene; y el más grande da respuesta a ello transformando su parsimonia en energía, excitación y en ansias de “poner las cosas en su lugar”. Sumo a ello que ese día hubo compañeros míos que jugaron a un nivel sobresaliente, con muestras del enorme potencial  futbolístico que poseían y que no hacían más que agregarle condimentos extras al partido. Quizá desde las tribunas no se percibían, pero algunas jugadas se acompañaban de un comentario socarrón o de una amenaza de represalia, por ambos lados. Las menos, por supuesto. Y por allí transitó el partido.

Mi posición de zaguero central determinaba que en la casi totalidad de las jugadas en las que debía intervenir aparecía una lucha directa con Bianchi. Y en tales circunstancias debo reconocer que ese día Dios jugaba a mi lado porque, como ocurre algunas veces, esa tarde “me salían todas”. Y así llegó una jugada que en este relato es bastante determinante. Jugada que hinchas ya entrados en años, y detallistas en cuanto a su observación del juego, a veces me la recuerdan. Los futboleros me entenderán sin problemas; los que no son duchos, no tanto.

En esa época, un jugador de campo podía entregar el balón a su arquero y si éste la atrapaba con sus manos –dentro del área penal por supuesto- no era sancionado con un tiro indirecto, como ahora, sino que no importaba infracción alguna y el juego continuaba. Tal reglamentación ayudaba, por cierto, al equipo que defendía, porque ante una situación complicada un jugador de campo la solucionaba con un toque al guardavalla.

Ocurrió que un jugador de Vélez pretendió habilitar a Bianchi con un pase largo, por encima de la línea de zagueros y el goleador corrió a buscar la pelota que caía a mis espaldas, ya en las cercanías de la línea del área. Por suerte, yo había anticipado mentalmente lo que sucedería y, girando, corrí también hacia la pelota, ocupando la posición entre la pelota y Bianchi, que la pretendía. Pude utilizar el recurso de pasarle la pelota a mi arquero. Pero en ese pequeñísimo tiempo en que se fabrica una jugada, que no fue pensada, razonada, sino que nació sin otra explicación que esa “magia” que tiene el fútbol, mi empeine acompaño el pique de la pelota, la tocó y ésta voló suavemente a escasos centímetros de la cabeza del “9”, que la buscaba “como un toro bravío busca la capa punzó”. La pelota cayó mansa en mi empeine, mientras yo buscaba un nuevo destino para ella; y, a la vez, despacito se me escapó un “Olee”,  aunque ni siquiera lo miré a Bianchi. Sé que estuve mal, pero en las circunstancias en que transcurría el partido “era lo que correspondía”.

Al instante percibí, o así lo creí, que la jugada había tenido impacto en el ánimo de Bianchi. Pensé que lo había ofuscado y me cuidé de no volver a abrir la boca. El partido continuó. Y como lo adelanté, en lo que a mí respecta fue una “ tarde muy buena”. Todo lo que había realizado en la cancha me sabía a un “excelente partido”.

El segundo capítulo de esta historia tuvo lugar en el verano siguiente, pasados varios meses de aquel  partido.

Miguel Angel Villafañe, el “Chacho”, técnico reconocido en Junín, lamentablemente fallecido  –y a quien le debo mucho en mi formación-, tenía vínculos con el club Vélez. Creo que ello sucedía a partir de que el entrenador en ese momento era Osvaldo Zubeldía, del que nada puedo agregar en el presente, ya que sus cualidades y logros son por demás de conocidas y sería una falta de respeto de mi parte practicar alguna clase de agregado a la semblanza de semejante figura. Villafañe era deseoso de que yo fuera a probarme en las inferiores de Vélez y así fue que en los primeros días del verano viajé a Buenos Aires y me presenté ante el técnico de la tercera o cuarta división –no recuerdo bien-. Los primeros días se realizaban trabajos físicos y luego, de a poco, comenzamos  a realizar partidos. En esas circunstancias, una mañana me estaba cambiando para practicar en los viejos vestuarios de Vélez, junto a los demás muchachos de las inferiores. Existían en ese momento, dos amplias salas, comunicadas por una puerta, pero el ingreso se hacía por el primero de ellos. Quien necesitaba dirigirse al segundo vestuario, debía obligatoriamente entrar y caminar cruzando el primero.

En la tarea de vestirme para entrenar ví que de a poco comenzaban a trasponer el vestuario los jugadores de la primera división. Reconozco que no estuve muy atento a quienes ingresaban, pero los muchachos me hicieron saber que la primera comenzaba con las prácticas y ello era el motivo de su presencia.

Terminé de vestirme y esperé sentado que el director técnico de las inferiores –creo de apellido Romero- hiciera las indicaciones para comenzar con nuestro entrenamiento. Dicha persona entró al vestuario, saludó como era de costumbre y, de pronto, señaló a dos muchachos por el nombre y, volviéndose a mí, dijo: “Vos, el de Junín”. Nos indicó a los tres que pasáramos por la utilería de la primera división, que nos proveerían de camisetas para “hacer fútbol con la primera”. Así lo hicimos. Recuerdo que era una camiseta blanca con un pequeño escudo del club sobre el pecho, en un azul desteñido.

Los tres juveniles caminamos tras el grupo de jugadores hasta una cancha auxiliar. No piensen en las instalaciones que actualmente posee el club Vélez, sino que era un campo bastante rudimentario a la luz de lo que puede observarse hoy en día. De pronto se me acercó Zubeldía y me dijo que Bianchi me había visto en el vestuario, que le había recordado el partido en Junín y se lo había hecho saber. Por ello le había pedido al técnico de inferiores que me enviara junto a otros dos juveniles, para hacer una práctica de fútbol.

Me sentí sorprendido por la actitud de Bianchi. Por recordar el partido y por haberle dado a conocer mí presencia en el lugar. Otra persona lo hubiera pasado por alto. Pero allí no terminó mi asombro. Comenzó el partido y yo, que integraba el equipo contrario al  supuesto titular, me volví a enfrentar a ese gran centrodelantero llamado Carlos Bianchi. En la primera ocasión en que estuvimos cerca me dijo “Escuchame. Jugá como jugaste en Junín”. De esa manera, me alentaba a que pusiera lo mejor de mí. Pero en el juego, hasta allí, “no me regalaba nada”. Entonces, volvió a sorprenderme. Sucedió en el momento en que el equipo de Primera iba a ejecutar un corner. Me puse cerca con el fin de marcarlo. Y entonces me dice: “Vení. Marcame. Saltá al lado mío y rechazala vos”. Y no me mentía. Realmente, facilitaba mi tarea.

No se pregunte qué pasó luego. Ello es “harina de otro costal”. Acá concluyo porque es lo que interesa.

Quise sólo mostrarle cómo se sentía, hace tiempo y a lo lejos, esa pasión por el fútbol. Y revelarle algunas  actitudes  propias de jugadores de otras épocas. Donde existía un respeto a ultranza hacia todo aquel que entraba a la cancha a brindar lo mejor de sí, pero sobre todo respeto por lo que se estaba haciendo. Respeto por el “juego del fútbol”.

Gracias, Carlos Bianchi. Gracias, Fútbol.

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