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Solari en la biblioteca: crímenes yugulares

Hasta el 31 de marzo puede visitarse en la Biblioteca Nacional una muestra que ensaya un acercamiento a la figura más convocante de la música popular argentina.  

Por Redacción

Domingo, 15 de marzo de 2015 a las 12:45

Por Luciano Lahiteau, exclusivo para Junín Noticias

Luego de subir las escaleras espiraladas que imaginó Clorindo Testa, y que sirven de camino a la abstracción de la ruidosa modernidad de la ciudad de Buenos Aires que propone la Biblioteca Nacional, aparece la primera figura de Carlos Solari, el protagonista de la muestra que ocupa la sala Leopoldo Marechal. 

Es un Solari invernal, siempre oculto detrás de gafas oscuras, que se yergue sobre la ruinas salinizadas de Epecuén, como si fuera un sobreviviente. Solari, nacido en Entre Ríos en 1949, es la figura icónica de Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota, banda que formó a mediados de los años setenta en La Plata y que disolvió, de común acuerdo con sus socios artísticos Skay Beilinson y Carmen “Poli” Castro, en 2001. En 2004 inició una producción musical solista, sostenida por su banda Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, en la que publicó cuatro álbumes y colmó páginas y pantallas por la inédita masividad que alcanzaron sus conciertos en vivo, que llegaron a convocar a más de 180 mil personas.

Ese hombre, entonces, aparece como un enigma. Al menos para una amplia mayoría, a la que le es imposible comprender cómo un hacedor de canciones pudo alcanzar un lugar de representatividad tan amplio y durable, aún sin proponérselo y montado a una obra que se insiste en caracterizar como críptica, enigmática, inaccesible. 

El tesoro de los inocentes: Indio en la Biblioteca, la muestra que puede verse hasta el último día de marzo y que curó Bárbara Maier con la anuencia del propio Solari, intenta ser un acercamiento a ese universo donde se gestaron, reprodujeron y expandieron las ideas que el músico y compositor tradujo en sus canciones. La sala Leopoldo Marechal y sus vías de acceso son el espacio donde se esparcen, sin criterio cronológico o estilístico, manuscritos, dibujos, pinturas, textos, objetos personales y memorabilia de la obra de Solari, que recibe a los visitantes desde una gigantografía en la que se lo ve con el gesto adusto acostumbrado en él, esa antipatía propia de los tímidos.

Las revelaciones no son muchas. Solari, el artista, es producto de un tiempo y una cultura. Repetidas veces lo ha dicho él mismo: su existencia ha estado regida por la experimentación y los estados de conciencia alternativos que pudo procurarse a través de la cultura rock. Los autores de la generación beat, los teóricos de la antipsiquiatría, los realizadores del cine surrealista y de ciencia ficción, los músicos de rock que empezaron a moler esas influencias en un sonido urbano y una poética reveladora e irreverente, que quiso cambiar al mundo y a la especie. 

“Con mis lecturas, a través del tiempo, me he comportado como un peregrino revoltoso. He curioseado todo lo que trajo hasta mí la cultura rock”, dice una vez más Solari, en el texto que se lee sobre una de las paredes de la sala de exposiciones. “Así como un músico me invitó a otro, mi guía fueron los escritores de esa nueva izquierda quienes me acercaron a otros autores que el sistema había desechado y hasta prohibido por 'inadecuados' y peligrosos. Nada de orientación académica ni notas reflexivas en el margen de las páginas” arguye, como justificando ese aquelarre de títulos que se expone en una vitrina donde relucen ediciones ajadas de “La espuma de los días”, de Boris Vian, o la serie de novelas conocida como el cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, más algunos libros de Joseph Conrad, Kurt Vonnegut, Louis Ferdinand Céline, Norman Mailer, Truman Capote, Tom Wolfe, Antonin Artaud, Leonard Cohen o George Gurdjieff, autobiografías de cineastas, haikus y correspondencias (Wagner y Liszt, los hermanos Van Gogh).

Al lado de esta falsa biblioteca personal (los ejemplares no son propiedad de Solari, sino que forman parte del acervo público) se encuentra una mesa de exposición que simula el banco de pruebas del autor de “Ji ji ji”, “Todo un palo” o “Sheriff”. Ahí está una vieja máquina de escribir Olivetti, ya entrada en desuso por Solari, más los manuscritos y borradores de algunas de las canciones más reconocibles de tiempos ricoteros. Los bocetos de “Héroe del whisky”, “Juguetes perdidos”, “Esa estrella era mi lujo”, “Etiqueta negra”, “La hija del fletero”, “Botija rapado”, “Me matan Limón!” o “¡Cruz diablo!” evidencian el método de Solari; siempre pensando en esquemas musicales, muy a contrapelo de la teoría que lo considera un poeta cuyos versos son luego musicalizados. Solari es un trabajador del oficio de hacer canciones y estos papeles ahora extraídos de su dimensión privada lo prueban.

No se detalla, en la información suministrada a los visitantes, de qué borrador se trata, ni se explicita tampoco alguna pauta del método de trabajo de Solari. Eso impide conocer una dimensión interesante del oficio del artista, la que se refiere a lo más tortuoso de su trabajo: el pulido, corrección y purificación en el proceso de producción de un texto musical. Si nos guiamos por lo que puede verse en la muestra, las ideas que Solari vuelca sobre el papel tienen un estado de maduración casi final, ya que las correcciones y marcas que el autor deja sobre el papel son mínimas en la mayoría de los casos. De todos ellos, se destaca el manuscrito que dio lugar a “Rock yugular” (incluida en Luzbelito, de 1996): a diferencia del resto, lo que luego fueron estrofas eran elucubraciones, como ensayos en torno a algunos pecados capitales que Solari llama “crímenes yugulares” y que echan mano del intertexto con, por ejemplo, Mark Twain.

Igualmente interesante pero decididamente más revelador es acercarse a las obras gráficas de Carlos Solari. En distintos soportes, que van desde un lienzo hasta una hoja de papel arrancada de un anotador espiralado pasando por lo digital, Solari es capaz de plasmar ideas tan truculentas como las de sus canciones más oscuras. La expresividad de sus personajes –muchos de ellos imposibles, como extraídos de una máquina de ciencia ficción marginal, que cruza superhéroes entrados en desdicha con personajes de cabaret caribeño- es tal vez el recuerdo más vívido que el público puede llevarse de la muestra. Para su expresión visual, Solari usa distintas técnicas y discursos: se mezclan el dibujo a papel o lapicera con el collage digital, la técnica mixta y la carbonilla para dar forma a personajes de una mitología desconocida –ahí está el buen diablo, sonriente-, rostros carnavalescos, escenas de historietas discontinuadas y alucinaciones espectrales que se enlazan con las miradas apocalípticas de varias de sus canciones.  

Entre estas gemas, hay curiosidades más atractivas para fans, como la gorra con orejeras que Solari usó en su concierto en Mendoza, algunas de sus extravagantes camisas estampadas, un par de lentes oscuros y una guitarra eléctrica hecha del luthier De Castro, de un tamaño pequeño y manuable, que Solari usa para componer. El resto son algunos de sus textos, publicados durante la década del ’80 en la revista Cerdos & Peces, que muestran la potencia también de la prosa de Solari, de su consistencia como narrador y de algunas influencias inconfesadas, como William Burroughs u Osvaldo Lamborghini.

Ezequiel Grimson, director de Cultura de la Biblioteca, explicó que “hubo una idea de base que fue concentrarnos sobre la obra del Indio y no sobre su figura, dejamos de lado la cuestión más publicitaria y nos concentramos en su producción artística, que abarca sus canciones, sus letras, sus poemas, sus pinturas y sus fotografías”. La curadora Bárbara Maier, por su parte, dijo que "solemos hacer en la Biblioteca homenajes a una obra, a un artista, contemporáneos o no. Por su masividad, por su trayectoria de tantos años, se merecía un homenaje en la Biblioteca. Se merecía ser reconocido como un escritor. Más allá de un músico hay un escritor, un poeta masivo”.

El tesoro de los inocentes: Indio en la Biblioteca tiene una ambivalencia: es una aproximación a la obra de Solari y el descubrimiento pudoroso de algunos objetos privados, algunos artísticamente valiosos, aunque no todos. Es un cebo a la indagación en la contracultura y una invitación al fetiche de un hombre que –muy a su pesar- se cristalizó en mito. Todo a la vez y al mismo tiempo, en una peregrinación revoltosa que permite, aunque sea por un rato, sentirse más cerca de ese superviviente que no planea abandonar el viaje.