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Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich: el fin del mundo ya pasó

Uno de los tres libros de la periodista bielorrusa, última Premio Nobel, que se consiguen en Argentina, es un compendio de testimonios sobre el desastre nuclear que este año cumplió tres décadas. Una voz colectiva más potente que la verdad científica.

Domingo, 25 de septiembre de 2016 a las 00:55

El 26 de abril de 1986 se registró un incendio en uno de los reactores de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, ubicada a tres kilómetros de la ciudad soviética de Prípyat, actual territorio ucraniano. En la primera parte de “Voces de Chernóbil”, la novela de voces que la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich publicó en 1997, Liudmila Ignatenko, viuda de un bombero, relata:

-Cierra las ventanas y acuéstate –le dijo su marido cuando lo oyó levantarse-. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.

Y continúa: “No vi la explosión. Solo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero… Unas llamas altas. Y hollín. (…) Sofocaban las llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies… Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal”.

El monólogo continúa. Cuenta que Vasili Ignatenko, uno de los héroes anónimos de la catástrofe, entró al hospital esa misma madrugada. Y no salió más. En pocos días, el cuerpo se le llenó de llagas, las mucosas se le desprendieron de a trozos y su estómago dejó de asimilar alimentos. Su esposa cuenta que cuando murió, a los tres meses, aquel cadáver estaba tan hinchado que no pudieron calzarlo ni vestirlo de gala, como correspondía. A él, como a muchos que “ardían” por la radiación, los enterraron en un cementerio especial, en Moscú, en ataúdes de metal y en fosas recubiertas de hormigón.

Al hablar de “Voces de Chernóbil” (Debate, 2015), uno de sus tres libros traducidos al español, Svetlana Alexiévich admite que le resultó “muy difícil encontrar el ángulo” para abordar la historia. Porque el accidente era algo reciente y porque “la gente estaba tan impresionada que se expresaba de un modo distinto”. “No se trata tanto de la catástrofe de Chernóbil como sobre el mundo después de ella: cómo la gente se adapta a la nueva realidad, que ya ha sucedido, pero aún no se percibe”, asegura. Alexiévich ya había escrito sobre las milicias femeninas en la Segunda Guerra Mundial (“La guerra no tiene rostro de mujer”, 1985) y sobre la guerra que los soviéticos desataron en Afganistán a fines de los ochenta, donde estuvo como voluntaria (“Los muchachos de zinc”, 1990), pero la memoria de un hecho absolutamente singular, incomparable y todavía incomprensible en sus consecuencias fue, en sus dichos, el trabajo que más esfuerzo le exigió. “La gente después de Chernóbil obtiene nuevos conocimientos, que son de beneficio para toda la humanidad. Viven como si fuera después de la Tercera Guerra Mundial, después de una guerra nuclear”, afirma.

El libro está dividido en monólogos, transcripciones directas de los testimonios que recogió Alexiévich mediante entrevistas a personas de todas las edades y extracciones sociales: bomberos, físicos nucleares, miembros del Partido Comunista y voluntarios, pero también residentes de la zona, campesinos, niños y mujeres; en especial mujeres. "Es un nuevo género que yo llamo 'literatura de voces', que ya apuntaba, por ejemplo, Kapuzcinski –explicó la autora al periódico español El Confidencial-. Me dedico a la literatura pero dentro de un género al que no estamos acostumbrados”. La voz de Alexiévich solo aparece en un preludio (que en el índice figura como “Entrevista de la autora consigo misma”) y en pequeños datos que ilustran la palabra de sus entrevistados, señalando cuando se toman un respiro, callan o rompen en llanto.

En 2015, Alexiévich recibió sorpresivamente el Premio Nobel de Literatura. Es autodidacta. Nacida en lo que fuera Ucrania Occidental, es hija de un bielorruso comunista. Ella también lo era, hasta que vio la matanza que el ejército de la URSS desató en Afganistán. Antes, estudió periodismo en la Universidad de Minsk, donde comprobó que "la formación era muy genérica, se hablaba de todo y de nada", y optó por crear sus propias "antenas para captar la vida de las personas".

A partir de entonces, desarrolló un estilo que da absoluta prioridad –y casi exclusividad- a los relatos de las personas comunes por sobre los “datos objetivos” o “las fuentes especializadas”. Su trabajo logró captar la crisis que sufrió el espíritu soviético en los ochenta y que culminaría con la disolución de la Unión Soviética en 1989. Su última obra, “El fin del 'Homo sovieticus'” (2013), es la crónica de los traumáticos efectos de la desaparición de la URSS.

“Tardo al menos diez años en escribir un libro y no soy de las que van, hacen una entrevista y asunto resuelto –le contó al diario español El País antes de recibir el Nobel-. El proceso es muy largo, hay que volver sobre el tema muchas veces, como sobre la composición de un retrato”. Dice que su forma de narrar “es una concepción del mundo, un trabajo infernal, no solo para reunir las voces, sino para encontrarles una forma, para convertir este caos humano de voces y sonidos en una sinfonía. Escucho el texto como música”.

La catástrofe de Chernóbil aparece en el libro como un hecho todavía inexplicable, una condena divina, un giro del destino que los rusos absorbieron con su habitual mezcla de ejercicio filosófico y fatalismo. Por una parte, permanecen los resabios de la educación soviética en tiempos de la Guerra Fría, que se resiste a pensar que pudo haber una falla en el sistema nuclear soviético. Por otra, la supervivencia al desastre como una prueba más de la fortaleza del inquebrantable espíritu ruso. Y, por fin, cierta nostalgia por un mundo ya inexistente, la vida comunista deshecha ante la paradoja de un envenenamiento nuclear en tiempos de paz.

Bielorrusia, el país de Alexiévich, fue el más afectado por la radiactividad tras la catástrofe. Los vientos hicieron que el 70% del total de la contaminación recayera en su territorio, cubriendo un tercio de su extensión de micropartículas de metales de todo tipo. Las consecuencias fueron altos índices de cánceres y leucemia, así como malformaciones y enfermedades relacionadas con la radiactividad. Todos datos objetivos que en “Voces de Chernóbil” aparecen en toda su dimensión humana.

Sobre el final de su monólogo, la señora Ignatenko cuenta sobre su barrio, a kilómetros de lo que fuera su casa: “Tengo de vecinos a todos los de la central; ocupamos aquí toda una calle. Así la llaman: la calle de Chernóbil. (…) Muchos se mueren. De repente. Sobre la marcha. Va uno por la calle y, de pronto, cae muerto. Se acuesta y ya no despierta. Le lleva unas flores a una enfermera y, de pronto, se le para el corazón. Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la muerte. De los horrores. Pero yo le he hablado del amor…De cómo he amado”.