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| 02/10/2016

Malévich en Buenos Aires: la dictadura del movimiento

Hasta noviembre puede verse en Fundación Proa una retrospectiva del artista ruso, responsable del quiebre con la figuración y la apertura de las puertas de la abstracción a partir del suprematismo. Cita obligada con las vanguardias del siglo XX.

Por Luciano Lahiteau

Antes de morir, Kazimir Malévich (Kiev, 1878-1935) dejó explicitada su voluntad funeraria. La despedida del mundo habitable debía ser un hecho artístico más dentro de su plan de operaciones estético contra la objetividad y en favor del suprematismo y el arte como existencia cotidiana. Exigió ser velado rodeado por sus obras pictóricas y delegó en su discípulo Nikolái Suetin el diseño del ataúd que contendría su cadáver, una caja mortuoria que exaltaba los principios de su legado y que llevaba como insignias el cuadrado y el círculo negros, máxima expresión de su conquista de lo abstracto y trascendental. 

Suetin, además, ejecutó el resto de la ceremonia. Un vehículo que llevaba el cuadrado negro como estandarte transportó las exequias del artista por las calles de San Petersburgo hasta la estación del ferrocarril, y desde allí a Plóschad Vosstania, en Moscú, para que la procesión llegara, finalmente, a Nemchínovka, donde Malévich tenía su dacha de veraneo. La conservaba a pesar de no ser nada rico, puesto que en tiempos de Stalin fue removido de las academias soviéticas y su obra relegada a los depósitos por el realismo proletario. En ese campito, entonces, fueron enterrados los restos del artista, bajo una lápida -también diseñada por Suetin- que no tenía más inscripciones que el cuadrado negro. A poco más de un metro, del tronco de un árbol colgaba la siguiente leyenda: “Aquí yace sepultada la urna con los restos mortales del gran artista Kazimir Malévich”. 

Ahora bien, ¿por qué se tenía a sí mismo en tanta estima Malévich? ¿Y por qué ser tan autorreferencial en un hecho ya de por sí personalista, como un funeral? Kazimir Malévich es uno de los más grandes artistas del siglo XX y un eje clave para entender el arte contemporáneo. Su breve desarrollo como artista –apenas 25 años, ya que se interesó por la pintura tardíamente, a la edad de 30- fue suficiente para desandar un camino de búsqueda por la pureza de la expresión artística. El inicio estaba dado por los impresionistas franceses y el influjo de Paul Cézanne y su construcción cúbica, luego la captación del movimiento a través del futurismo y, finalmente, la abolición de la representación. Hasta allí llegaría Malévich, previo paso por el diseño teatral.

En la muestra retrospectiva sobre el artista ruso que se expone hasta noviembre en Fundación Proa, barrio de La Boca, Buenos Aires, puede verse por primera vez en Latinoamérica parte de lo más representativo del mundo creado por Malévich. En las primeras salas están sus esbozos como artista, dialogando tanto con sus admirados impresionistas como con la tradición rusa y el futurismo en boga a fines del siglo XIX. La primera sala contempla también el contexto político de Rusia a inicios del siglo pasado, con las revueltas que fueron creando las condiciones para la Revolución de Octubre de 1917. El próximo año se celebrarán los cien años del hito, lo que dejaba al semestre actual como última posibilidad para traer obras de tal trascendencia a la Argentina. La muestra que se ve en Proa está curada por la especialista Eugenia Petrova.  

La segunda sala, en tanto, recibe al visitante con el impacto visual de la serie negro sobre blanco con la que Malévich logró su triunfo estético. En una pared conviven la cruz, el cuadrado y el círculo, las máximas expresiones del suprematismo que el artista presentó en diciembre de 1915. La inspiración provino de un trabajo realizado dos años antes, para la ópera futurista “Victoria sobre el sol”, donde Malévich había diseñado decorados y vestuario. Allí esbozó el cuadrado como espacio de infinitas posibilidades, el marco para un arte de la imaginación. En 1915 lo concretó, un poco instintivamente. “Malévich no sabía qué era lo que encerraba dentro de sí el cuadrado negro, y tampoco lo entendía. Lo concibió como un acontecimiento de importancia tan colosal para su creación que, según sus propias palabras, durante una semana no pudo comer, ni beber, ni dormir”, aseguró Ana Leposkaia, alumna y posterior colaboradora del artista. No era para menos: el cuadrado negro partió en dos el arte plástico, puesto que terminó con la representación, que era lo que había dominado por siglos. En un solo movimiento, Malévich construyó la primera obra donde no había nada -ningún objeto o sujeto- representado, y creó el arte abstracto. 

Pero Malévich no lo pensaba de manera tan sencilla. Para él, el punto al que había llegado superaba los dominios del arte y se proyectaba más ampliamente. Para él, el suprematismo era religión, ideal y forma de vida. “Toda pintura existente antes de la llegada del suprematismo, la escultura, la palabra y la música, eran esclavos de las formas naturales –escribió-; están esperando su liberación para poder hablar su propio lenguaje”. Y siguió: “En el suprematismo ya no se puede hablar de pintura. La pintura ya hace tiempo que desapareció, el mismo artista es un prejuicio del pasado”. Sus ideas congeniaron con el movimiento político que hizo tambalear y finalmente destronó al sistema autoritario zarista. Como Malévich, los bolcheviques no querían cambiar solo el sistema de gobierno, sino cambiar la sociedad y el mundo para hacerlos más libres. El hombre era la medida de todas las cosas y era dueño de su destino. “Liberar el camino del hombre de toda la parafernalia objetiva –decía Malévich-. Solo entonces se podrá percibir por completo el ritmo del estímulo cósmico, solo entonces la esfera terrestre entera estará cubierta por una envoltura de estímulo eterno, en el ritmo del infinito cósmico de un silencio dinámico”.

Malévich se sumó a la revolución triunfante y fue ungido director del Museo de Cultura Artística de Leningrado, la institución que hoy presta su obra a Proa. Enseñó en la Escuela de Vitebsk que dirigía Marc Chagall y se encargó del diseño de algunas celebraciones cívicas soviéticas. No abandonó su ideal estético, pero sí retomó los caminos de la figuración para la tercera etapa de su obra, que ocupa la tercera y última sala de la muestra retrospectiva. Allí, Malévich sale a las extensiones de su país para pintar al proletariado. Pinta campesinos, obreros y soldados en sus contextos, mezclando técnicas y estilos. Vuelven el futurismo cúbico y la coloratura impresionista para retratar no aspectos físicos, sino sensibilidades; los retratados, a veces, no tienen siquiera rostro: su condición es la que les da su personalidad.

La llegada de Stalin al poder supremo de la Rusia revolucionaria relegó el espíritu innovador de Malévich y sus seguidores. Por decreto, “el georgiano maravilloso” prohibió el arte abstracto y declaró oficial el realismo soviético. Las obras de Malévich terminaron en un depósito y su autor vivió largos años en el exilio. Dos años antes de la gran purga del año ’37, Malévich enfermó de cáncer y murió.

Pero aún después de muerto siguió inquietando. En 2012,  Alexander Matveyev, un físico que investiga el legado de Malévich, y Jochen Wermuth, un banquero alemán residente en Nemchínovka, unieron esfuerzos para dar con el lugar original de la tumba, marcado originalmente con la escultura de Suetin, y olvidado durante décadas.

Según los cálculos, el desprecio stalinista había derivado en una profanación inmobiliaria: la construcción del complejo residencial Romashkovo-2. Las autoridades rusas adujeron que, al aprobarse el proyecto, los terrenos no estaban calificados como espacio protegido y que por eso se avanzó. Y el responsable de cultura de la región de Moscú, Oleg Rozhnov, declaró que cuando los filántropos les informaron ya era demasiado tarde para modificar el proyecto urbanístico. La solución no llegó a salomónica: el Estado ruso no detuvo las obras ni erigió un centro de investigación artística como querían los seguidores de Malévich, pero llamó a concurso para construir un humilde pero nuevo memorial que evoque el cuadrado negro sobre fondo blanco. 

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