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| 10/04/2020

Literatura Futbolera: “El sol era la pelota”

En esta entrega transcribimos dos cuentos del escritor y periodista rosarino Santiago Garat, quien en septiembre de 2018 vino a presentar la publicación a nuestra ciudad.

Por Redacción

El repaso de algunos textos futboleros en esta cuarentena sigue adelante y hoy es una linda oportunidad para conocer dos cuentos de Santiago Garat, escritor y periodista rosarino que en septiembre de 2018 presentó “El sol era la pelota”, en City Rock.

El libro tiene el prólogo de Ariel Scher y  aprovechamos un fragmento para contarles con lo que pueden encontrar: “Santiago Garat sabe que el fútbol es una invitación al asombro y que la literatura es una invitación al asombro, y que si el fútbol y la literatura se invitan al mismo partido o al mismo libro lo que se provoca es la expansión de la invitación al asombro. En esa multiplicación de invitaciones al asombro, estos cuentos se vuelven un desfile de amores y de pelotazos, de desencantos y patadas, de rupturas y de sensaciones, de misterios y de luces. Y eso sucede porque lo otro que Santiago Garat entiende es que, con fútbol, con literatura y con unas cuantas cuestiones más, la vida es una invitación al asombro. Y la vida, con el pretexto del fútbol, con la excusa de la literatura, constituye el tema de este libro”.

Por arriba

Patio del Presidio Federal de Mossoró, cárcel de máxima seguridad ubicada en el extremo noreste de Brasil, en el estado de Río Grando do Norte. Partido final del torneo interno de fútbol. Siete condenados a perpetua por un bando, siete condenados a muerte por el otro. Estamos hablando de tipos que se cargaron uno o varios fiambres en plena favela o que se cagaron a tiros con la yuta en una autopista de San Pablo, a plena luz del día, a 140 por hora y después de haber reventado un banco.

Tuquinho es uno de ellos, tiene 26 y hace 4 que está. Ya había cumplido menores de pendejo pero en el 98 cayó por doble homicidio y le dieron vida y media.

Flaco, desgarbado, Tuquinho vive empastado pero los viernes se empieza a poner las pilas y los sábados ya se rescata porque sabe que los domingos…los domingos se juega a la pelota. Y los domingos las rompe. Se transformó rápidamente en la figura del ala sur y es, hasta este día de la final, el goleador del internao. Pero éste, el día de la final, no será un día más.

Hay botones y francotiradores por todas partes y se podría decir que todos los reclusos están mirando el partido. Algunos desde los ventanales de los pabellones, otros desde lejos y algunos a un metro de la imaginaria línea de cal.

El encuentro, áspero por cierto, está empatado en uno. Tuquinho recibe por la derecha, en posición de 8, en un solo movimiento se saca de encima al grandote Morgan y encara al manco Josué, que viene como una locomotora. Entonces sucede lo impensado, lo que rompe el vidrio de lo real: Tuquinho la levanta suave, con el empeine, y se eleva. No unos centímetros, se despega literalmente del suelo y se suspende en el aire. Josué, que se había jugado tirándose a los pies para arrancar pelota o hueso, pasa de largo, rasante, como una cortadora de césped agachada y alocada, mientras lo ve pasar por arriba, mucho más arriba de lo arriba que puede pasar una persona.

Al 3, que no recuerdo quién era, directamente lo elude por encima del hombro. Y sigue trepando, flotando, volando cada vez más alto pero sin pasarse nunca de la imaginaria línea de cal para que al vigilante de Gomes, el más vigilante de todos los vigilantes de la penitenciaría, no se le ocurra cobrar lateral.

De pronto se percata que está más alto que los muros de contención y que sólo es cuestión de desviarse unos metros hacia la derecha para ganar la ansiada libertad. Para volver al barrio, a ver a la vieja y a la noviecita, a comer moqueca o carne de sol, a tomar caipirinha o una Skol helada en Copacabana, o ir al estadio a ver a su querido Flu. Pero no. Tuquinho continúa un trecho más, con los ojos clavados en la pelota, y emprende raudo descenso en diagonal y en dirección al arco contrario.

Antes

Antes, el fútbol era mejor que ahora.

Estaba Bochini, en Independiente, que era capaz de meter una pelota por el ojal de una aguja para dejar a un compañero mano a mano, o de pasarse a cuanto rival se le pusiera enfrente con el solo esfuerzo de correr la pelota tres centímetros más allá de donde –eso él ya lo sabía- iba a llegar el pie del jugador contrario.

Estaba el Negro Palma, en Central, un arquitecto a la hora de construir paredes y edificar ataques, y con una precisión quirúrgica en el botín derecho para meter cambios de frente o para tirarla por arriba de la barrera para que el arquero –cuando la viera- supiera que no iba a llegar a sacarla ni con la orden del juez.

El Beto Alonso en River, que parecía ver el partido desde arriba, como si se lo transmitiera un drone, y que solo hacía goles tan lindos que hasta la pelota un día se tiñó de naranja para terminar de colorear semejante obra de arte.

El Tata Martino en Newell’s –aunque me pese-, que cambiaba por la vereda de la sombra hasta que se aburría y hacía salir el sol, cuando quería, con un par de destellos y casi sin transpirar.

El Beto Márcico, en Ferro; Brindisi en Boca; el Bocha Ponce en Estudiantes; el Bichi Borghi en Argentinos… El Diego, donde sea y cuando sea.

Antes, el fútbol era mejor que ahora.

Pero antes, también, los viejos me decían que el fútbol de antes de ese antes era mejor que el de aquel entonces… Y yo los mandaba a la concha de su madre.

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