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Fútbol y literatura: "Argentina-Paraguay: se escuchó todo"

Ezequiel Scher estuvo bien cerca del césped en La Potada y encendió los oídos para contarlo todo. El debut del seleccionado a través de Familia Mundial.

Domingo, 14 de junio de 2015 a las 09:36

La Serena, Chile.

(Papá, este partido sonaba. Sonaba bien de cerca)

Está el plateísta que ganó un Premio Nobel en crear insultos, pero esta vez tiene su mejor concierto. La voz ronca y gastada de Mascherano hace creer cada vez que suelta una indicación que puede estar pasando algo terrible. Martino le dice a Otamendi que se calle la boca y que deje de protestar. El embajador argentino en Chile asegura que habrán 35 mil argentinos en La Serena, pero en el estadio entran 18 mil. El hombre que todos quieren ver exhibe en HD que se toca la nariz una vez, otra vez y otra vez. La distancia es tan insólita como hermosa para mirarlo tan de cerca. Sin el olor a chori, en la Copa América, Messi va a jugar en la cancha de Arsenal.

Y es que hay la misma cantidad de gente que en la cancha de Arsenal, pero la realidad parece un poco más lejana porque, como en el estadio de River, hay una pista de atletismo. Por eso, cuando termina la entrada en calor, los jugadores argentinos se abrazan en el campo de juego, dándose aliento y se está al borde de escuchar lo que se susurran y lo que se proclaman. Un vendedor ambulante vocifera su anuncio: "Hay chocolate y vicio, chocolate y vicio". Y todos, claro, pensando, que se trata de un distribuidor de vino o de puchos o de porro, se dan vuelta. Cuando lo miran, se cagan de risa: vende unos chocolates llamados Vizzio.

La Serena, una ciudad que bien podría ser Miramar o La Lucila del Mar, es pequeña pero los argentinos, en cada rincón que pueden, se hacen un asadito. No se asemeja mucho a Sarandí, sobre todo porque es vecina del mar. Y por otros detalles: en el estadio se prohibe tomar mate, a la gente que fuma la obligan a apagar los cigarrillos y alguien hace correr la insólita versión de que si te ven con auriculares te los van a sacar. La gente canta y el cantito de que el que no salta es un inglés aparece, como siempre. Todo parece normal, pero no lo es: Messi está bien cerquita, como en Sarandí, como La Serena, como si fuera de play station pero real.

Una prueba es que la primera pelota limpia que agarra Messi es casi atrás de mitad de cancha y, cuando se la cruza a Di María, el estadio -el estadio, el estadio entero o casi- abre la boca y, como si Copperfield hubiera desaparecido un conejo, grita: oooooooo. El resto es mucho silencio: parece un entrenamiento, la cancha no tiene agite y todo está bien cerquita como para palpitar lo que se cuentan los jugadores. Romero le grita a Mascherano "solo solo" y se escucha como nunca, o sea como si se caminara al lado de ellos.

“Bajá la panza, Ortigoza”, se provoca desde un costado. “Gracias Romero”, se escucha del otro. Desde lo más alto de la tribuna, un tipo analiza: el césped está muy alto. Juegan algunos de los mejores del mundo, pero parece un partido de barrio, sin tantos gordos, aunque a Ortigoza, de acuerdo con la óptica de ese que lo provoca, quizás no le vendría mal bajar la panza.

Del destino de los gritos no se queda afuera Ramón Díaz a quien, durante un poco más que el primer tiempo, lo desafían: “Ramón, esto es fútbol”. Y no sólo a él: “Emiliano, buscate un trabajo”, oye su asistente, su hijo. Y bastante más: “Aprendé a hablar”, “volvé a River, “Pelado, te estás quedando pelado”, “echá un poco de humo". Y el más sofisticado: “Por favor, no hables, que no se va a ver nada”. Ramón seguro que permite que algo de todo eso se le cuele en los oídos. Apenas en un parpadeo, acaso en dos, amaga con devolver esa media sonrisa tan suya que indica que la vida, a veces, da revancha.

Si el partido es un partido en los 45 de arranque y se hace otro en los 45 finales, los ecos del estadio no cambian tanto. Si Argentina arrasa y saca dos goles de ventaja, se siente al vendedor ambulante con sus Vizzio o con sus vicios. Si Paraguay descuenta, mete incertidumbre, asombra y empata, el vendedor ambulante se mantiene en su noble actividad. Y todo -el partido, Messi, los gritos sueltos- sigue sucediendo igual. Nadie que tiene el cuerpo en el estadio de La Serena se puede perder nada de lo que se dice o de lo que se ve porque todo sigue ahí cerquita. Eso sí, las gargantas con frases sin afecto dirigidas a Ramón ya no retumban. Y a Ortigoza no hay quien le recuerde algo vinculado con la gordura. Ni siquiera el plateísta que ganó un Premio Nobel en crear insultos, cada vez más callado y cada vez más lejos de su Premio Nobel.

En un día extraño durante el que a los tímpanos les llegan todos los sonidos del fútbol, el último sonido que se instala en el aire es el del hombre más contento que hay en La Serena, el que también hubiera sido el más contento si esto mismo hubiera ocurrido en la cancha de Arsenal o en cualquier cancha del mundo en la que el fútbol se juega y se habla al alcance de las manos y de las orejas. El último sonido lo larga Lucas Barrios. Corto y reconocible. Dice, y su voz se escucha clarita, exactamente gol.

 

Ezequiel Scher para Familia Mundial